Despierto, es de madrugada. Mi casa es casi una cabaña, allá
afuera es casi una playa. Nada ha estado tan definido por aquí.
Hoy me toca ir a morir. No me puedo levantar, siento el olor
del agua y la sal en el aire y no sé si estoy listo para despedirme de ese
aroma ni de Marilyn Monroe. Siempre pensé que ella se parecía a Marilyn Monroe.
Creo que se está burlando de mí con ese vestido blanco que se puso hoy para
verme en mis últimos momentos, ríe sin dejarme saber si realmente me ama o si
sólo está jugando. Tal vez sólo quiere hacerme sufrir más.
Fantaseo con convertirme en la paloma que era en otras épocas,
antes de ser humano. Pararme en el hombro de Marilyn, llorar sangre, volar, llegar
al techo más alto, morir ahí, como paloma, pero incluso desde ese techo alcanzo a ver mi lecho de muerte. Marilyn camina conmigo, con su rubia cabellera.
Caminamos hacia la guillotina, hoy me toca ir a morir. Me acompaña, me sonríe,
me besa y no es como en las películas en las que hay un montón de curiosos
observando. Somos sólo ella, el verdugo y yo. Nos miramos una última vez. Yo sufro pues sé que debajo de
la sonrisa y las lágrimas no hay más que miedo. En este momento, me toca morir.
El verdugo prepara la navaja, jala la cuerda. Rodillas al piso, cuello
preparado. Se oye el golpe, un corte rápido, sin un solo grito de dolor. Ahora,
mientras la cabeza de Marilyn cae sobre un balde, he muerto.
Lloro sangre.
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